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sábado, 30 de agosto de 2008

Alma de guerrero

Cuento

José Enrique Méndez Díaz

Primer inning

Lacerado estaba su corazón. Sangraba profusamente de los tobillos a causa del «brete». Retorcía su cuerpo hambriento tratando en vano de liberar sus pies y manos aprisionados. Cerró con fuerza los ojos y fue total la oscuridad y el silencio. Sólo así pudo recordar las frases:

Quien hace el hoyo cae en él.”

Cuerpo que quiere azote, él mismo busca el castigo.”

Eran palabras de su padre.

A punto de estallar se aferró con dificultad a la vida. Sin arrepentirse pagaba el precio de las alas del pájaro contra el viento, sintiendo la visión sumergida en un sueño enroscado al sentido mudo de la muerte. Con pasos atemorizados atravesó la memoria y en fracciones de segundo de alucinación espectral regresó a uno de los momentos más importantes de su vida.

Primero fue el espasmo de un latido. La punzada provocada al escuchar el murmullo de palabras lejanas. Luego como rito de lluvia entre silencios, como golpes de fuete en el vientre de su madre despertándolo súbitamente de sus ensueños. Con el espanto sintió sus entrañas temblorosas. Con la ruptura del cordón empezó a salir su cuerpo. La comadrona estuvo allí. ¡Es un chico!, gritó a todo pulmón.

Escuchó entonces el trepidar, el delirio de tambores y sus cantos de gesta que como brisa fresca reconfortaban su silueta: No dejes apagar la alegría que llevamos los negros por dentro”. Insistían. “No dejes apagar esta alegría”. Eran los tambores de Shangó bautizando la epopeya de haber nacido con la fuerza inevitable de un campeón.

Segundo inning

Chico solía reunirse a escondidas con sus amigos improvisando juegos con pelotas de goma y placas de carro. Se le veía intentando conectar contra cada lance con lo cual perseguía derribar la figura metálica doblada que simbolizaba el home. Con orgullo solía entonar su canción favorita que hablaba de hazañas de amor y aromas de béisbol:

a pasto fresco me huele

la alfombra verde en el home

esparcida está en el viento

la madre de la afición

la gran fiesta quisqueyana

que le regala el béisbol…”

Había organizado junto a otros muchachos un equipo de béisbol. A escondidas salía de la escuela y se dirigía al juego. Sus padres, dominados por los presentimientos, lo querían entregado al encanto del tambor con los palos catá que coreaban sus alegrías.

Tercer inning

Invocando el ruego que domina las vertientes del bien Chico recurrió al sentido oculto de la africanía atada a sus raíces. Cerró los ojos superando la visión del límite atropellado del espacio. Desde su oído profundo percibió el umbral de una nueva era, la música celestial de aquellos tambores invitándole a complotar. Al despertar sintió recibir el signo impetuoso de un proverbio, la fuerza de un “ashé” atado a su existencia. Nada podrá interrumpir tu marcha”. “Nada provocará tu caída”. De nuevo la misma voz.

Su compañera lo recibió con un abrazo. Le preparó un baño caliente con emplastos extraídos del llantén y la sábila que ayudaban a parar la hemorragia y cicatrizar heridas. La segunda etapa del milagro se lograba con hojas y tallos frescos de zarza. Una vez más se estremecía el árbol.

Cuarto inning

Fueron los dioses quienes le permitieron construir los tambores. Ahora les pedía: poder dominar los palos del monte y el talento para golpear con ellos. Se internó a lo profundo del bosque examinando uno por uno los árboles y su misterio. Con uno de ellos inició un ritual con apego a su signo: recibiendo el madero consagrado de parte de Osaín, dios de las plantas. Osaín le habló. Abrázate al romance sagrado de golpear la bola. Chico recibió el espíritu de aquella divinidad en el bosque. El muchacho creció desafiando siglos de soledades en la memoria negra de sus recuerdos. Soñaba con bases robadas y carreras remolcadas, con ser el mejor. Junto a otros negros hizo suya la pasión. Crecía y se perfeccionaba aferrado a la emoción del monstruo verde. Con alma de guerrero dominó la técnica, desarrolló la paciencia en el plato, la habilidad de hacer contacto y ser héroe remolcador. Igual hacía en la defensa, con buenas manos para manejar los tiros al fildear en el cuadro; su guante se hizo una leyenda y sus piernas rápidas y seguras demostraron día a día el coraje y el hechizo de su estirpe. Sus duendes dominaron el mundo citadino del neón.

Quinto Inning

Aquel día lograron alcanzar su primer triunfo amateur. La gente desfilaba y gritaba con frases memorables. Se sabían vencedores con su cielo plagado de estrellas, verdaderos guerreros llenos de coraje gananciosos de la clasificación. A corazón vivo brindaban por su legendario equipo. El entusiasmo era contagiante. Había bullicio en las casas, en los colmados, en las calles.

Alborotado y desafiante Chico se incorporó a la celebración. Lucía el uniforme esmeralda en su anatomía y movía con fuerza una bandera al viento; sentía con él a su negra Chica y era como cuando cruzaba sus manos sobre su nuca acercándola a su cuerpo y confundiéndose con su respiración, gritándole con orgullo su otra canción: “…soy rumba, furia africana/ desde el vientre hasta mi cuello/ desde mi sangre al sudor…” Inclinaba el cuerpo con gracia y con las palmas de las manos marcaba la cadencia; ejecutando difíciles giros, armonizando cuerpo y música a los movimientos de su hembra. Aquello era dicha para él y se enorgullecía de que los negros fueran los únicos machos que tuvieran el misterioso encanto del tumba′o.

Su espíritu descargaba adrenalina. Se llenaba de fervor, tocaba, bailaba como si un fantasma le produjera esa intensa e incontrolable pasión al bailar o jugar. Chico encendía luz, gozo, alegría, construía espacios nuevos de libertad que le extendían su fiesta hasta la madrugada.

“…¡Ay mamá!, ¡ay papá!

nama quiero ser un bate

pa tu fambeco parao

bate padar extra base

a ritmo karayanao

ololé, ololá

un bate grande palo fambeco parao

si se ha muerto tu mari′o

enterito aquí e′toi yo

con mi bate jonronero

aunque el otro lo dudó…”

El sol se había establecido. Era sábado y en las primeras horas de la mañana, quizás persiguiendo un sueño, había emprendido viaje a la ciudad. En su espalda llevaba un bulto especie de mochila con chiringas y volantines recién construidos y en el ancho bolsillo del pantalón dos bolas de béisbol. Todo para la venta en el mercado. Fue en el camino a la ciudad. –“Escucha, cocolo, por qué no te animas y vienes con nosotros”.

La banda de vagos lo había provocado a un desafío. ¿Apostaría las chiringas y las bolas? Su espíritu forjado en la competición lo hizo aceptar. Tenía que buscar de cualquier forma la plata. Debió jugar con apetito animal, con la sabiduría con que jugaba su padre en la gallera. Pero al apostar lo perdió todo. Hasta la cordura. Y emboscado por las sombras de un silencio repulsivo sintió apabullado el espíritu. Dejó de soñar y en su nuevo estado anímico se generó una imprevista apatía. Desde aquella tarde desapareció. Lo vieron subir a uno de los autobuses que viajaban a la capital acompañando a Lilí, el zapatero beodo especialista en reparar guantes.

La gente que le quería se llenó de incertidumbre. Chico era un buen prospecto y él lo sabía. La raza de los viejos tambores, de donde provenía, mantuvo sus lámparas encendidas, la verdad ceñida a sus lomos. La negra Chica pedía al padre celestial que se lo retornara. Sencillamente había desaparecido generando rumores. Afirmaron que Obatalá había descargado en él alguna sanción. Cuando todos se resignaban la población fue sorprendida por Alejandrina la etaira. Lo veía todas las noches en los cabarets capitalinos hasta entrada la madrugada. La última vez fue en el “Nuevo Amanecer” y había pasado la noche con ella; exteriorizando sus resentimientos y evidente frustración. Alejandrina lo conocía y pensó que tal vez había sido víctima de algún sortilegio.

Sexto inning

En efecto, Chico andaba constantemente embriagado, perseguido por fantasías y oscuros pensamientos. En ocasiones estaba delirante y arrastraba su magullado rostro sobre gravas, polvo y escombros. Otras veces creía escuchar disparos sobre su cabeza deslizándose, escabulléndose hasta alcanzar un lugar seguro en su antigua aldea, con sus calles de rieles y su logia de respetados odfelos. En sus desvaríos se veía integrado en los entrenamientos en el play del Ingenio donde fortalecía su ánimo ingiriendo galletas de jengibre, yaniqueque, quimbombó, domplín y elíxir de guababerry.

Un olor especial penetraba su alma alucinada. “Me huele a funyé con yambó”. Era el olor de su plato preferido mezcla extraña de molondrón con bacalao que percibía como antesala de un nuevo momento mítico. Fue cuando escuchó la clara voz de Orisha rey de los negros.

Séptimo inning

Lo había imbuido de la alegría que lleva el negro por dentro. “No dejes apagar la llama”, le dijo, ordenándole no hacer más el ridículo, abandonar aquella debilidad de otros dioses que no eran los suyos. “Estremece el árbol –le repitió–, vuelve a soñar que quien no sueña no vive”. Con la boca seca tragó una saliva desgastada, metálica como ceniza. Fue en ese instante que recordó el consejo del Rey Congo: “Aléjate de los efectos sutiles del Ingenio”.

Le ordenaron regresar a su pueblo vestido con falda de rafia. Realizar el rito del enfrentamiento invocando el espíritu de sus ancestros. Ellos le darían poder. Ser superior con el madero sagrado bendecido por Osaín. Chico asimiló la experiencia con un despertar de su impulsividad desbordada de embullo y animación. Pasó revista a sus recuerdos. “Si montas el elefante no te molestará el rocío”, le recordó una voz familiar. Era una frase africana que conocía desde niño como salida ahora del propio ingenio.

Octavo inning

Estando en el dogout se llenaba de gozo al ver cómo se estremecían los palcos y las graderías del Estadio. Recordaba con nostalgia los años en que despojaba su corazón de hule para envolverlo en hilo de nylon hasta lograr darle una redonda forma de siete centímetros. Fabricaba sus pelotas forrándolas con esparadrapo que para él eran las famosas “Spalding” o “Wilson” laminadas en cuero o piel de cabra de la liga profesional. Sumido estaba en estos pensamientos cuando oyó la voz del árbitro cantar el “strike cantado” del ponche.

Noveno inning

Pasaba a la historia del béisbol como el primer ponchado en aquel moderno estadio. Continuó parado en el home, inmóvil, como envuelto en un sopor. Vagones de caña quemada se desparramaron sobre su gozo y lo abatieron agriando los cantos de su memoria. Las voces retornaron. “Prende tu alma de guerrero al corazón”, le susurraron.

Extra inning

Asistió confiado al momento de la realización fantástica; representaba al equipo oriental y bateaba en extra-inning; el juego empatado a una. Tetelo fue golpeado con la bola y enviado a primera; entonces vino la línea contundente que rebotó en los 411 con su doblete impulsador que llevó a Tetelo al home. Y el play se vino abajo.

Aquel día fue declarado “Día verde de karakaneo y béisbol”. Los tambores retumbaron. Chico y su equipo se confundieron en un abrazo interminable. Con leños secos construyeron una antorcha que levantaron en señal de victoria y recorrieron con ella todo el campo de juego. Los espíritus maléficos y las debilidades del pasado habían desaparecido. La voluntad silenciosa de batey en tiempo muerto era cosa superada. Chico sostenía firme la tea entre sus manos. Veía consumirse el cepo, la rústica trampa para cazar animales.

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